miércoles, 19 de mayo de 2010

LA REVOLUCION ES UN SUEÑO ETERNO

Les dejo este imperdible texto de Andrés Rivera, de su libro "La Revolución es un sueño eterno". Invita a reflexionar sobre el sentido de la revolución de mayo a la luz de este presente interesante de nuestro país, donde se están volviendo a discutir asuntos que involucran a los sectores populares y a sus viejas reivindicaciones. El libro de Rivera aborda en forma de novela histórica momentos de la vida de Juan José Castelli, llamado “el orador de la Revolución”. Castelli, abogado y convincente orador, muere de cáncer de lengua dos años después de la Revolución. Emparentado firmemente con las ideas jacobinas y seguidor de Mariano Moreno, es enjuiciado en su último año por acusaciones que le imputan haber mantenido relaciones íntimas con mujeres menores durante sus campañas militares. Sin dinero, con una enfermedad incurable y su talento disminuído, esta novela cuenta los últimos días que precedieron a su muerte, sus sueños de libertad, sus mujeres y sus pensamientos.

Que nos faltó para que la utopia venciera a la realidad? Que derrotó a la utopía? (...) escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia.

¿Qué juramos, el 25 de mayo de 1810, arrodillados en el piso de ladrillos del Cabildo? ¿Qué juramos, arrodillados en el piso de ladrillos de la sala capitular del Cabildo, las cabezas gachas, la mano de uno sobre el hombro de otro? ¿Qué juré yo, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, la mano en el hombro de Saavedra, y la mano de Saavedra sobre los Evangelios, y los Evangelios sobre un sitial cubierto por un mantel blanco y espeso? ¿Qué juré yo en ese día oscuro y ventoso, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, la chaqueta abrochada y la cabeza gacha, y bajo la chaqueta abrochada, dos pistolas cargadas? ¿Qué juré yo, de rodillas sobre los ladrillos del piso de la sala capitular del Cabildo, a la luz de velones y candiles, la mano sobre el hombro de Saavedra, la chaqueta abrochada, las pistolas cargadas bajo la chaqueta abrochada, la mano de Belgrano sobre mi hombro? ¿Qué juramos Saavedra, Belgrano, yo, Paso y Moreno, Moreno, allá, el último de la fila viboreante de hombres arrodillados en el piso de ladrillos de la sala capitular del Cabildo, la mano de Moreno, pequeña, pálida, de niño, sobre el hombro de Paso, la cara lunar, blanca, fosforescente, caída sobre el pecho, las pistolas cargadas en los bolsillos de su chaqueta, inmóvil como un ídolo, lejos de la luz de velones y candiles, lejos del crucifijo y los Santos Evangelios que reposaban sobre el sitial guarnecido por un mantel blanco y espeso? ¿Qué juró Moreno, allí, el último en la fila viboreante de hombres arrodillados, Moreno, que estuvo, frío e indomable, detrás de French y Beruti, y los llevó, insomnes, con su voz suave, apenas un silbido filoso y continuo, a un mundo de sueño, y French y Beruti, que ya no descenderían de ese mundo de sueño, armaron a los que, apostados frente al Cabildo, esperaron, como nosotros, los arrodillados, el contragolpe monárquico para aplastarlo o morir en el entrevero? ¿Qué juramos allí, en el Cabildo, de rodillas, ese día oscuro y otoñal de mayo? ¿Qué juró Saavedra? ¿Qué Belgrano, mi primo? ¿Y qué el doctor Moreno, que me dijo rezo a Dios para que a usted, Castelli, y a mí, la muerte nos sorprenda jóvenes? ¿Juré, yo, morir joven? ¿Y a quién juré morir joven? ¿Y por qué? ¿Qué juré yo, y a quien, ese 25 de mayo oscuro y ventoso, de rodillas, la mano derecha sobre el hombro de Saavedra? ¿Juré, ese día oscuro y ventoso, que galoparía desde Buenos Aires hasta una serranía cordobesa, al frente de una partida de hombres furiosos y callados, y que desmontaría, cubierto de polvo, esa mañana helada como el infierno, con el intolerable presentimiento de que habíamos irrumpido, demasiado temprano, en el escenario de la historia, y miraría, sin embargo, a Liniers, envueltos él y yo en una niebla helada como el infierno, y le escucharía, de pie, arrogante, reír e insultarme, y escucharía, en una niebla helada como el infierno, a los hombres que me acompañaron desde Buenos Aires, furiosos y callados, amartillar sus fusiles, y me vería a mí mismo, cubierto de polvo en una niebla helada como el infierno, encender un cigarro, decir dénles aguardiente, y dar la espalda a Liniers que, de pie, arrogante, se reía y me insultaba, e insultaba a los que, con él, se alzaron contra la Revolución, y que en esa mañana helada como el infierno, suplicaban, babeándose, moqueando, volteandó lo que no tenían en las tripas, que no los mataran? ¿Juré, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, que no iría más lejos que mi propia sombra, que nunca diría ellos o nosotros? Juré que la Revolución no sería un té servido a las cinco de la tarde.
Andrés Rivera, "La revolución es un sueño eterno".

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